El 22 de octubre de 2007, hace exactamente trece años, la geomembrana (lo último en tecnología y seguridad según las empresas mineras canadienses) de la mina Bellavista en Miramar de Puntarenas, tuvo una fractura, dejando salir agua con materiales tóxicos (lixiviados) para ser depositados finalmente en el río Ciruelas, contaminándolo por completo.
Trece años después de aquel terrible suceso, no el único, pero sí uno de los más severos, vuelve el tema minero a estar en el foco de discusión legislativo. La derrota de la minería en Crucitas parecía ser el vaticinio de mejores tiempos para el medio ambiente que se ha jactado internacionalmente de vivir en paz con la naturaleza cuando, el 22 de octubre de 2020, trece años después de la tragedia, se aprueba otro desastre de lesa natura: la pesca de arrastre.
Definitivamente, en Costa Rica el medio ambiente siempre se encuentra en la rapiña parlamentaria y presidencial. Basta recordar que un año después de la tragedia de la mina Bellavista, el expresidente Oscar Arias Sánchez, decretó “de interés público y conveniencia nacional” la minería de oro en Crucitas de San Carlos hasta que finalmente fue derrotado tan nefasto proyecto.
Posteriormente, en 2010, la entonces presidente Laura Chinchilla firma un ambiguo y blandengue decreto dejando por fuera los otros tipos de minería metálica. Esta falsedad hoy, diez años después, queda desmoronada a sabiendas que muchos proyectos mineros siguen latentes, tal es el caso de Bellavista, y otros están funcionando clandestinamente, tal es el caso de Bellavista, donde la maquinaria y las detonaciones siguen funcionando.
¿Y el oro dónde está? Al parecer lo que ocurre en varios proyectos mineros de pequeña, mediana y gran escala sigue un patrón homogéneo y particular. El oro se extrae clandestinamente y se procesa, también de forma clandestina, en otros proyectos mineros que, vaya casualidad, también están funcionando clandestinamente. Esto es lo que pareciera ocurrir en el caso de Bellavista y de Crucitas por citar los más conocidos y de tamaño considerable.
Es decir, Costa Rica está en presencia, sin ahondar muy fino ni especular, de una red de crimen organizado que configura varios ilícitos en una actividad que se desarrolla en total impunidad y complicidad por parte del Estado y del gran Capital nacional y transnacional (lícito e ilícito): la minería de oro.
Sin embargo, los alegatos de algunos diputados para reavivarle legalidad al limbo minero implican restarle responsabilidad al Estado costarricense por el irrespeto al fallo judicial que condenó a la empresa minera de Crucitas en aquel entonces; o implican ceder ante los chantajes de un grupúsculo de mafiosos que se esconden en la clandestinidad e ilegalidad para cometer crímenes de lesa natura a vista y paciencia de las autoridades de gobierno.
Costa Rica no necesita regularizar la industria minera, lo que necesita es que se cumplan las normativas ambientales existentes y los protocolos internacionales en esta materia. Necesita que el gobierno siente sus responsabilidades sobre su solapada complicidad con el Capital que se está moviendo en estos momentos en Bellavista, en Crucitas y en otros proyectos, algunos entre las sombras y otros con total descaro sin que se mueva un ápice para resolver el problema.
Hoy se sabe que la minería es un mal para los pueblos donde se instala, especialmente si estos son de la zona intertropical. ¿Cuántos desastres ambientales necesitan los gobernantes para comprender el riesgo ecológico que implica la minería? ¿Cuántas Bellavista contaminando ríos necesitan? ¿Cuántas Crucitas taladas requieren?
El oro es el mal de los pueblos, el Rey Midas lo sabía bien. Flaco favor le hacen con entregar ese metal a transnacionales ambiciosas. La inteligencia dicta que si esas partículas son tan difíciles de encontrar y extraer, es porque no deben salir de la tierra.
Más información:
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